Dana salió casi a trote de su casa. No sabía por qué, pero sentía
que ese día sería especial, así que había apurado a su hermano, cosa de llegar
temprano.
—¡Matt! —le gritó al muchacho mientras este
cerraba la puerta con pereza.
Él salía de la cama aun dormido, y la mitad
de las veces no se despertaba hasta pisar el colegio, a menos que alguna de sus
hermanas le tendiera una artimaña. Esto último no era poco común, y la mayor de
las chicas era la cabecilla de cualquier evento salido de lo común.
La joven se adelantó un poco, dejando que los
vuelos de su vestido, de un rosa chicle, ondearan un poco. Con la ropa, era
casi lo mismo que con la música: cualquier cosa le venía bien. Desde soleros de
colores claros, hasta remeras con joggings de colores opacos (convenientemente
comprados en la misma tienda de ropa que frecuentaban Bruno y su hermano cuando
necesitaban llenar un poco su armario).
Como siempre, volteó hacia la mansión al
pasar, y algo en lo que vio la hizo detenerse.
Había camiones en frente del portón, con
gente entrando y saliendo continuamente, llevando en sus brazos grandes cajas. La
muchacha abrió los ojos de forma exagerada, y su corazón se detuvo por un
momento.
—Matt… —volvió a llamar, casi sin aliento—.
Se están mudando —continuó, sin mover la vista del hogar—. ¡Se están mudando!
—exclamó entonces, su mirada llena de brillo y una sonrisa en sus labios.
Matías se colocó detrás suyo, con expresión
de no entender demasiado. No tardó en espabilar, no obstante, en cuanto notó a
su hermana encaminándose hacia la construcción.
Incapaz de sujetarla de otro lado, tiró de la
capucha del largo buzo negro, obligándola a parar su avance.
Ella lo observó por unos instantes, con esa
expresión de ruego que le salía tan bien. Él negó con la cabeza y, empujándola
por la cintura, volvió a encaminarla para donde debía.
—Paciencia, Dan —le sonrió mientras la
acercaba hacia sí, ella sin poder mirar hacia otro lado que hacia atrás, hacia
la enorme morada.
Dana soltó un ¿Quién creés que viva ahí?, que luego dio rienda suelta a muchas
suposiciones más.
La chica había llegado a su aula quince
minutos antes de que toque el timbre que iniciaba la clase, y no habían pasado
un par más cuando escuchó la puerta abrirse nuevamente. A esa hora de la mañana,
sólo acostumbraban estar Bruno, ella, y alguna que otra persona más, así que no
pudo evitar el dirigir su mirada hacia la puerta. A través de esta pasaron una
chica y un chico de su edad, ambos nunca vistos por la muchacha.
A la rubia, por un momento, como había pasado
con la casa, se le detuvo la respiración. Entonces, sus ojos brillaron y sus
labios se curvaron. Saltó del banco en el que estaba sentada con la energía
usual, y pegó un par saltos hasta la gente nueva.
Al joven lo pasó de largo: su mirada estaba
centrada en la pequeña chica pelirroja, a quien le extendió la mano para ser
estrechada.
—Soy Dana —comenzó, con toda la alegría del
mundo en su voz—. Pero decime Dan. Vivo acá, a unas cinco cuadras. Me gustan
todos los colores, y toda la música. Tengo cinco hermanos, y mi mejor amigo es
el pibe que está sentado allá atrás, Bruno. Yo le digo Bru. —pronunció todo tan
rápido como pudo, todas las palabras tropezando entre ellas, cosa de llegar a
lo que le importaba con velocidad. Siendo como era, no notó lo anonadada que
estaba la desconocida—. ¿Y qué hay de vos? —concluyó, preguntando con esa voz
que dejaba en claro que buscaba mil respuestas.
La pelirroja, sin embargo, no hizo más que
esconderse detrás de su compañero. Estaba casi temblando cuando tiró del suéter
de él, pero eso la muchacha de ojos oscuros no lo registró.
Dana se vio extrañada ante el gesto de la
muchacha, pero no llegó a decirle nada cuando el chico se interpuso entre ambas
jóvenes, mostrando una expresión cordial.
—Yo me llamo Joaquín —dijo él con voz
agradable, casi elegante, a la vez que le daba la mano—. Es un gusto conocerte.
Aquella que jugaba de local le dio un pequeño
apretón antes de soltarlo, cosa de costumbre. Lo miró y le sonrió como se le
sonríe a cualquier persona que se acaba de conocer, con esa cada de Hola, ¿todo bien? cuya respuesta es una
sonrisa igual de cotidiana. Pero eso fue todo. A ella le interesaba otra cosa.
Dana dio un par de pasos más hacia adelante,
volviendo en busca de la otra chica, intentando conseguir una respuesta, aunque
fuese una sola palabra, de su parte.
—Se llama Caroline —escuchó decir al muchacho,
inconsciente de lo que él en realidad quería transmitirle: la quería lejos de
su amiga.
La rubia lo observó con aquella ingenuidad
que poseía respecto a las indirectas.
—Se lo estaba diciendo a ella —explicó la
alta, sin la intención de ofender a nadie. Era simplemente que había creído que
el tal Joaquín se había confundido.
—No le gusta hablar —defendió el chico a su
compañera, que parecía cada vez más asustada.
La pueblerina, cada vez más confundida,
frunció el ceño en señal de poco entendimiento.
—¿Por qué no? —consultó, casi torciendo la
cabeza a un lado.
—Porque no —respondió él, casi con ganas de
apartar a la muchacha de una vez y preguntar por un lugar que no estuviese
ocupado. Era una persona tranquila, pero no le gustaba que metieran la nariz en
los asuntos no suyos, sino de su compañera de toda la vida.
Antes de que la chica pudiese retrucarle
algo, el profesor de Matemática, tan puntual como siempre, entró al salón junto
al sonido de la campana. Bruno entonces avisó a Dana, y esta no tuvo otra
opción que ir a su lado.
Sólo en ese instante Joaquín notó que el
único lugar libre estaba en frente de aquella compañera de clase tan
particular. De aquella loca. Al lado
de quien, para peor de los males, se sentaba otro chico. Y si tenía que elegir
entre dejarla sentarse delante de una chica extraña o un muchacho, la sentaba
igual con la extraña. Y así se ubicaron en sus bancos.
Durante las dos horas siguientes a lo
sucedido, Dana se dedicó a llamar en voz baja a Caroline, quien no respondió a
sus llamados. Ante esta falta de reacción (que la ingenua consideró cosa de no
escucharla y nada más), la rubia acabó por darle un par de toques en la espalda
a Joaquín. Éste sí se vio obligado a darse vuelta disimuladamente y soltarle un
¿qué?, al cual le respondió con la
pregunta de ¿me la llamás?. Al joven
entonces, no le quedó otra que negarle y volver a lo suyo. Sólo el profesor con
su reto fue lo que impidió que la joven repitiese el proceso.
A la hora del recreo, Bruno se adelantó a
Dana a preguntar si los dos nuevos querían ir con ellos. Esto no había sido un
evento al azar: el mejor amigo había notado el interés de la chica en esas dos
personas, como también sabía que él resultaba menos agresivo a la hora de
hablar y moverse, y quizá así fuese más fácil convencerlos.
Invitó a Joaquín de forma amable, y éste
acepto, aunque avisándole antes que su amiga era una chica callada, tímida. El
muchacho de ojos verdes rio un poco, quitándole importancia al asunto, y
remarcó que a “los pibes” eso no les importaba.
Dana llamó a Damián, que había llegado tan
tarde como acostumbrado, y juntos fueron hacia el patio. Durante el corto
trayecto hasta su árbol preferido, la joven se contuvo de cualquier tipo de
comentario, sólo porque su compañero de banco había insistido en que se
comportase tan tranquilamente como le fuese posible, de otra forma, espantaría
al a la pelirroja. Y lo último que ella quería era que eso sucediera.
Cuando llegaron al punto de encuentro, ya
había dos chicos allí sentados, que los recibieron con una gran sonrisa. Bruno
y Damián se sentaron, pero Dana se mantuvo parada, y los otros dos no sabían si
imitarla a ella o hacer como el resto.
—Éste —empezó Dana señalando a Bruno—, es
Bru. El de al lado es Dami, o Damita, y esos dos —señaló a su hermano y al
muchacho de cabellos castaños revueltos—, son los m y m: Marcu y Matt.
Satisfecha, la muchacha miró a los recién
llegados con la más amplia expresión de alegría, obteniendo como respuesta un
par de miradas de confusión.
El hermano de la locutora se levantó de su
lugar y negó con la cabeza levemente.
—Disculpen a mi hermana —dijo con gracia y
sinceridad a la vez—. Está un poco loca —y sonrió—. Yo soy Matías, el chico de
mi curso es Marcos. Bruno y Damián, en cambio, están con ustedes, ¿no? —añadió
entonces, siempre con voz tranquilizadora y hablándole a Joaquín. Le extendió
la mano y el otro la aceptó, murmurando un saludo.
Entonces sí se giró hacia la petisa, quien lo
miró con sorpresa. Así como ella no pudo evitar pensar en lo lindo que era, con
sus cabellos dorados cortos y sus ojos negros, con su sonrisa que marcaba hoyuelos
en su rostro; él tuvo que reparar en aquellos hermosos ojos celestes, claros
como el cristal, grandes y atentos, en los montones de pecas que recorrían sus
mejillas, y en la forma en la que la chica apretaba los labios carmesí, señal
de timidez.
Matías le extendió la mano a Caroline, y
esta, con una gran lentitud en su movimiento, la tomó. Sus miradas se
mantuvieron conectadas por segundos que parecieron eternos, y Joaquín tuvo que
carraspear para que se separaran.
El recreo pasó con todo el mundo sentado en
círculo, sonriendo y charlando sin importar nada. Incluso Joaquín y Caroline,
el primero habiendo hablado más con Bruno que con otro, y la segunda apenas
habiendo pronunciado un par de palabras en esos quince minutos, sintieron la
calidez que emanaba ese grupo.
A pesar del par de locuras que salían de los
labios de la loca (en cierto momento, incluso, esta había comenzado a cantar
canciones a gritos, su mejor amigo haciéndole el coro) y que no dudaba de que
le traería cantidad de problemas, Joaquín pensó que ella era, como dicen
algunos, un mal necesario.